Título original: Cette machine tue les fascistes
Editorial: Norma
Año: 2016
Guion: Jean-Pierre Pécau
Dibujo: Senad Mavric
Color: Scarlett
Grado: B+
Reseña: Hugo C
El protagonista de esta historia es un tanque. No se trata de un tanque embrujado como el de la vieja serie de la DC, ni es animado como los autitos de Cars. Se trata de un IS-2, una máquina de guerra cuyo único propósito es matar, o en todo caso, amedrentar.
Por lo tanto, éste es un cómic violento. No con la violencia de pacotilla de la serie de TV de Batman de los años 60 sino con la violencia de la vida real, ya que la guerra no es un episodio del Equipo A, en el que se disparan cuatrocientos tiros por segundo y nadie recibe ni un raspón. La guerra mata, y duele, y mutila, y hambrea, y todo eso se muestra en este cómic en el que los muñequitos mueren a diestra y siniestra, pero no como en los tebeos de esa fantochada que fue la muerte de Superman, que después te lo traían de regreso de la tumba y aquí no ha pasado nada. Esta máquina mata fascistas no es una lectura fácil si nos detenemos a pensar que estos muñequitos de papel reproducen situaciones de la vida real, y que, más allá de las licencias literarias, la pobre gente que muere en estas páginas ha existido, ha sido el hijo de alguien, la hermana de alguien, el amigo o la novia de alguien y ha sufrido muertes tanto o más absurdas, crueles, dolorosas que las que muestra este álbum.
El dibujo de Mavric repite los lugares comunes de la escuela franco-belga, es fungible y austero, sin estridencias pero con el ojo puesto en el detalle, especialmente en lo referido al material de guerra. La figura humana no es su fuerte, pero al menos no comete demasiados desaguisados y si uno no se pone en exquisito, esto no obstaculiza la lectura. El diseño de las páginas evita los puntos de vista sensacionalistas y otros golpes de efecto a los que nos tienen acostumbrados los cómics de superhéroes.
Como dije al principio, el protagonista es un tanque. Lo vemos desde su entrada en escena en una fábrica rusa hasta su abandono final en el desierto afgano. Entre estos dos puntos el tanque viaja por el mundo y van sucediendo algunas cosas, que se nos muestran como saltos en el tiempo. Esta máquina mata fascistas no es un documental, y no se propone hacer las veces de libro de texto; quien desconozca la historia –la que muchos de nosotros hemos oído de boca de padres o abuelos– haría bien en informarse un poco antes o después de leer (o releer) este cómic.
Los secundarios, los que alimentan a la bestia y la acompañan, son varios, y nadie garantiza que lleguen con vida a la próxima página, ni siquiera a la próxima viñeta. Nadie está a salvo, y dentro de las limitaciones lógicas –es un álbum de 80 páginas, no una miniserie– Pécau se toma el trabajo de tratar de darles carnadura a los soldaditos que van a la muerte, porque el gran problema que como lectores le planteamos a quien nos quiera contar una historia tal es que estamos encallecidos con tanta muerte simulada de Hollywood –en incontables westerns, películas de guerra, de artes marciales o incluso de horror– o con tanto cómic de zombis y monstruos y crisis galácticas que destruyen y reconstruyen universos sin sudar demasiado.
Por otro lado, hay un secundario más prominente que el resto, que además es quien tiene la historia más interesante: el ingeniero ruso que diseñó el IS-2, que estuvo en Stalingrado –uno de los episodios más atroces de la Segunda Guerra– y construye una máquina de venganza, que espera ingenuamente –con una ingenuidad feroz– que lo vengue a él y a los que ha perdido a causa de la guerra. Por supuesto que las cosas, en la vida real, nunca son tan fáciles.
Esta máquina mata fascistas es un cómic sin zombis, superhéroes o chicas orientales con poderes mágicos, que vale la pena leer.
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